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  • Foto del escritorOmar Linares

El juego de la vida


Shirly Niv Marton

En ocasiones, nos encontramos con metáforas que parecen reflejar las cosas de forma sencilla y directa. Símiles que simplifican lo que vemos, sacando a relucir su estructura más básica. Aunque lo hace de forma ilegítima, porque siempre deja fuera elementos de gran importancia, la metáfora revela cuestiones importantes quizá ignoradas. Esa es una de sus utilidades, que como tal constituye una invitación a su práctica. Por ello, hagamos una prueba: ¿es posible pensar la vida como si fuera un juego?


Cada vida tiene un inicio y un fin, como la partida de un jugador. Lo quiera él o no, la partida empieza, y él forma parte de ella. Puede negarse a jugar, pero eso no frenará el curso de los acontecimientos. El juego sigue y, por su propia naturaleza, tiende al final de la partida. Ese es el objeto de su desarrollo, la conclusión impresa en él desde el primer movimiento.


La vida tiene limitaciones, como reglas hay en un juego. Igual que el jugador está obligado a moverse de una forma determinada, siguiendo pautas muy concretas, también lo está el individuo de a pie. Habitamos un tablero muy concreto, lleno de reglas que se aplican a nuestro cuerpo, nuestra sociedad, nuestras relaciones... que generan todo un campo de prohibiciones, pero también de posibilidades de acción. Algunas reglas pueden ser saltadas en ciertos momentos, obteniendo por ello alguna recompensa, quizá una penalización, pero otras no. Sea como fuere, vivimos en un espacio de reglas que nuestra libertad debe tener en cuenta para manifestarse y posibilitar nuestra expresión en el mundo.


Como en un juego, la vida está movida por el azar. Partimos de una profunda ignorancia metafísica sobre qué ocurre entre el momento de tirar los dados y la aparición de un número determinado en ellos. Probabilidades, estadísticas, intencionalidades, deseos y multitud de teorías al respecto: ninguna nos dirá qué número aparecerá cuando los dados se detengan.


Siempre es momento de jugar

A pesar de ello, cuando llega nuestro turno, lanzamos el dado. Lo hacemos porque comprendemos que de nada sirve lamentarse por lo limitado de nuestra acción, por lo azaroso y contingente de nuestra tirada. Lanzamos los dados porque es nuestro turno. Sin embargo, en la vida no siempre mostramos la misma disposición: actuamos como si no fuera nuestro turno, cuando en el fondo siempre lo es, y nos atormentamos con las infinitas posibilidades del mismo. Lo que podría pasar acaba por eclipsar a lo que está pasando, y nos sentimos bloqueados por la inmensidad de la partida.


No cabe duda de que ésta es la peor de las estrategias; afortunadamente hay otras. Al igual que existen multitud de tipos de jugadores, de disposiciones ante una partida, también los hay de actitudes ante la vida. Están los avezados, los temerosos, los inconscientes... Una pluralidad de formas de entender lo que se hace y de actuar en base a esa comprensión. En el fondo, todos somos jugadores: por eso es tan importante observar nuestro juego. Quizá no nos guste, y queramos cambiarlo.


En la vida hay instrucciones, pero no metas

Somos nosotros los que nos proponemos metas, pero nunca ella. La vida se limita a definir un enorme espacio en blanco en el que podemos jugar. Tenemos reglas de juego, todo aquello que nos limita, pero no una finalidad. Nada aquí nos dice que debamos acabar siendo ricos o famosos: en ningún lugar de la naturaleza está escrito lo que debamos llegar a ser. La vida tan solo nos pide que seamos, y deja en nuestras manos la decisión de lo que queramos llegar a ser.


Como el inmenso tablero que es, la vida nos invita a jugar. Como jugadores que somos, deberíamos saber que no aceptar la llamada, declinar la invitación a protagonizar nuestra partida, es la única forma de perderla. El niño que llevamos dentro quiere jugar; el adulto que somos sabe cómo hacerlo.


La vida como juego: una bonita metáfora, que quizá no lo sea tanto.


¿Jugamos?


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