Te despiertas, abres los ojos y ahí está: esa sensación de agobio en la boca del estómago. Todo lo que crees que tienes que hacer, la interminable lista de actividades a realizar, se presenta de golpe en tu pensamiento, sin intención de desaparecer. Tu mente la pone en primer plano, sin posibilidad de obviarla, y te sientes llamado a hacerte cargo de tareas para las que en ese momento, abrumado como estás, no te sientes capaz... ¿Conoces esta sensación?
Somos seres temporales
Nuestra experiencia del tiempo supera con creces los estudios de la física. Tal y como advirtió Aristóteles, llamamos tiempo a la sucesión del movimiento: las cosas se mueven, los objetos se desplazan, los eventos se suceden... de forma que creemos poder colocarlos en una escala temporal que corresponde con la realidad.
Sin embargo, nuestra experiencia del tiempo no es lineal. Situados en un presente constante, construimos el pasado -eso que llamamos “recordar”- o el futuro -las posibles versiones de él- saltando mentalmente de uno a otro, adelante y atrás.
Cuando planificamos, traemos al presente el futuro: lo “presentizamos”. No solo intentamos ver qué ocurrirá, sino que pretendemos controlarlo. Tratamos de mover unos hilos muy lejanos para intervenir en asuntos que aún no existen, o que lo hacen solo como idea. Nos obsesionamos, nos centramos en ellos, y ante la frustración que conlleva reconocer que escapan a nuestro alcance, nos asfixiamos.
Agobiados por cuestiones que no son actuales, sino futuras, las hacemos presentes en un intento fallido de dominarlas. De esta forma, nos pasamos la vida pre-ocupados.
Somos proyecto
Que nuestra mente habite el futuro es algo normal, ya que nuestro modo de existir es proyectivo. Sentimos que somos lo que hacemos de nosotros, y que una parte fundamental de nuestro ser alude a lo que seremos. Estamos lanzados al futuro, y es ese movimiento posterior el que nos permite reconocernos en nuestro presente.
Vivimos lo posible como probable
Cuando orientamos lo que somos hacia el futuro, nuestro pensamiento afronta multitud de amenazas y riesgos que podrían hacer peligrar nuestro proyecto. Concebimos dichas agresiones y nos preparamos para sortearlas pero, en un primer momento, el miedo es inevitable.
Será este miedo el que nuble nuestra mente: lo que en un principio nos pareció una posibilidad, un riesgo que podríamos tener que afrontar y para el que era necesario prepararse, se convertirá en una probabilidad casi incuestionable. Temerosos, hacemos probable lo que era sencillamente posible, y nos vemos sobrepasados por ello.
Solo existe el ahora
¿Qué estoy haciendo? o ¿hacia dónde voy? Son preguntas que probablemente orienten tu vida. Quizá la impulsen, regalándote la consciencia de tu momento y del rumbo que toma. Pero también puedes sentir que estas preguntas te bloquean, que te colocan en la obligación de justificarte ante cuestiones cuya respuesta desconoces.
Aquello que temes afrontar probablemente no tengas que hacerlo. Y si finalmente lo encuentras, pregúntate si era tan temible como pensabas. Recordemos la lección de Nietzsche: “Lo que no te mata, te hace más fuerte”.
Si vivimos nuestro presente ocupados con el futuro, se nos escapará tanto uno como otro. Podemos planificar, podemos prever, podemos prepararnos... Pero el espacio que habitamos es el ahora, solo éste existe. Ningún otro nos espera, en ningún otro deberíamos querer estar.
Vivamos paso a paso. Cada mañana inauguramos un día que acabará con la puesta de sol; nada irá más allá de él. Vivir el presente no es descuidar el futuro. Sencillamente, es ocuparse de lo que está en nuestra mano. Son pocos los pasos que puedes dar hoy para construir el futuro que anhelas: no los desaproveches obsesionándote con aquello que podría pasar.
Te despiertas, abres los ojos y te preguntas: ¿Cómo quiero vivir? ¿ocupado o pre-ocupado?
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