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  • Foto del escritorOmar Linares

La consciencia del universo


Joshua Earle

La realidad es profundamente abrumadora. Desde un átomo cualquiera hasta el mayor de los cuerpos celestes, la complejidad de lo real nos rodea sin que sepamos muy bien cómo ni por qué. Es esto último, ese “por qué”, lo que en ocasiones nos quita el sueño.


Habitamos un cuerpo compuesto de células que, a su vez, componen órganos y fluidos vitales que los recorren. Vivimos rodeados de una materia cuya estructura atómica no vemos, aunque intuimos científicamente, con la que interactuamos como seres materiales que somos. Observamos con estupor un rayo cruzando el cielo, ignorando que es esa misma energía la que recorre nuestro cuerpo. Contemplamos el movimiento de los astros, la danza gravitacional que los une, la misma que nos mantiene anclados al suelo, y nos maravillamos por cuanto existe.


“Todo esto debe de ser por algo”


Nos cuesta imaginar que tanta sincronicidad sea para nada. Si todo lo real está formado por el mismo polvo de estrellas, debe de ser por algo: más aun, debe ser para algo. Nuestra racionalidad hace que pasemos de la fascinación estética por la contemplación de lo real a la pregunta por el plan o el diseño que la guía. La mente humana proyecta sobre el mundo lo que contiene, y se incomoda con todo aquello que no es capaz de racionalizar.


Quizá debamos aceptar que no todo es racional y que, por tanto, no puede ser racionalizado. Podría ser que el universo esté impregnado de un plan cósmico, divino o no, que lo empuja hacia un destino incierto. Puede que seamos piezas de un proyecto de dimensiones astronómicas, que da sentido y cobijo a cada evento que ocurre en él: puede que sí, puede que no. Quizá no importe demasiado.


El lugar del ser humano en el cosmos


En su obra El puesto del hombre en el cosmos (1874), el filósofo alemán Max Scheler afirmó que la totalidad de la creación –si es que nos está permitido llamarla así- estaba encaminada a la aparición del ser humano. Una tesis ambiciosa, del todo criticable, que encierra una idea de gran belleza en su seno.


Es posible imaginar la realidad como un cuerpo unificado; un ente integral intercomunicado. Al igual que los diferentes sistemas del cuerpo humano, podríamos dividir en escalas su funcionamiento. Del universo a sus galaxias, de entre todas ellas, la nuestra, de entre todos sus planetas, el nuestro y, de entre todos los demás –que sepamos-, la vida. Una vida que en su estrato humano piensa y se pregunta por sí misma y por todo lo demás.


La consciencia del universo


Si concebimos el universo como un cuerpo, no nos resultará difícil advertir que nuestro papel es ser la mente del mismo. Por su propia naturaleza, el ser humano es el organismo cuya potencia de pensamiento le ha permitido torsionarse sobre sí mismo. Nuestro pensamiento no solo se enfoca al mundo, sino que se flexiona, re-flexiona en torno a su propio ser y, por ende, al de la totalidad de lo real.


Probablemente no haya otro ser en el universo capaz de hacer algo así. Quizá sea esta singularidad la que nos define y, si tenemos que atribuirnos un papel en el inmenso entramado de la existencia, sea este; nuestro poder para pensar lo real. Somos la consciencia del universo, el punto exacto del cosmos en el que éste toma consciencia de sí mismo.


Para Aristóteles, el placer de dios consistía en la contemplación de su obra. Nosotros, humildes mortales, sabemos que no hemos creado nada de lo que habita por encima de nuestras cabezas; sin embargo, sí que se nos permite disfrutar de ese gozo divino de la contemplación de lo existente, maravillándonos por su mera existencia.


El ser humano es el único capaz de contemplar el universo como una obra de arte. Creación o acontecimiento, orden o azar, proyecto o sucesión de instantes aleatorios: poco importa.


La pregunta humana por lo que existe es uno de los eventos cósmicos más trascendentales de la historia del universo. No permitamos que nos impida gozar de lo que contemplamos, ni despreciemos el honor que implica.


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