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  • Foto del escritorOmar Linares

El dilema del erizo o el aislamiento existencial


Anthony Tran

Cuando nacemos, la pregunta por la identidad aún no está presente. Ni esa, ni ninguna otra. En ese periodo somos seres sentientes, apenas cognitivos, abrumados por estímulos sin que medie pensamiento entre ellos. En los primeros años de vida, nuestros padres son los referentes identitarios por excelencia. Son vistos como el receptáculo de la verdad: los seres que lo conocen todo, que sobre nada dudan. También nos protegen con su omnipotencia; no existe en el mundo algo malo que pueda ocurrirnos si estamos a su lado. De esta forma, sentimos que no hay distancia entre nosotros y ellos, que no hay separación posible. Somos uno y lo mismo.


A medida que crecemos, ésto cambia. El desarrollo consciente de la identidad comienza cuando percibimos la diferencia latente entre quién soy yo y quién es el otro. Surgen así discrepancias con nuestros padres: ya no lo saben ni lo pueden todo y comenzamos a buscar respuestas de forma autónoma. Conscientes de nuestra subjetividad, es entonces cuando empezamos realmente a existir.

Por necesario que sea, madurar implica tomar conciencia de la separación entre mi yo y el de todos los demás. Es una experiencia dolorosa, de soledad e incomunicación, que nos resulta difícil de asimilar. Este fenómeno fue lo que el pensamiento existencialista denominó aislamiento existencial, un hecho vital causante de multitud de problemas, pero también de superaciones.

La dinámica es compleja. Por una parte, nos buscamos a nosotros mismos: tratamos de escudriñar nuestra interioridad, de ir a la caza de lo que somos, de aquello que nos define. Eso que anhelamos lo percibimos en ciertos instantes de claridad, pero por lo general se desdibuja entre nuestras reacciones. Lo cierto es que no sabemos dónde buscarnos, desconocemos qué nos hace ser lo que somos y acabamos identificándonos con nuestra personalidad, la manifestación más visible de nuestra interioridad: algo que en ocasiones es representativo de lo que somos, pero también puede ser una simple estrategia para ocultarnos.


Si no nos conocemos a nosotros mismos, difícilmente lograremos situarnos en una posición que permita que nos conozcan. En lugar de presentarnos ante el otro, nos re-presentamos, articulamos aquello que creemos nos define, para que éste lo vea, para que nos imagine como nos gustaría que lo hiciera. Necesitamos el contacto con el otro, buscamos la fusión con él, pero la posibilidad de rechazo por su parte, de no reconocimiento del valor de nuestra singularidad hace que acabemos por diseñar lo que queremos que vea. Mostramos de nosotros solo lo que consideramos que puede ser apreciado, valorado; en otras palabras, consumido. A menudo estamos tan inmersos en esta dinámica que no somos capaces de reconocer nuestro ser más allá de lo que el otro ve en nosotros.


Sin su mirada no somos, y solo somos aquello que él ve en nosotros. De este modo, la comunicación intersubjetiva se pervierte. Ninguno se conoce, ninguno se valora pero todos sienten la necesidad de ser amados por el otro. Todos buscan amor, nadie se siente amado y finalmente todos sufren. Literalmente, ésta es una de las consecuencias de la mala gestión de la experiencia del aislamiento existencial: una interpretación errónea de mi independencia como individuo que me lleva a la dependencia del otro.


Fue esta desvirtuada dinámica social la que Arthur Schopenhauer quiso reflejar en un breve apartado de su obra Parerga y Paralipómena (1851), a la que denominó el “dilema del erizo”. En ella relata la fábula de unos erizos que en un día de frío se encuentran con la necesidad de entrar en calor. Para ello se acercan entre sí, pero sus púas hacen que se pinchen, infligiéndose dolor los unos a los otros. El dilema del erizo, de cada uno de ellos y de todos como grupo, es encontrar un equilibrio entre la necesidad de cercanía por el frío y el dolor causado por una excesiva proximidad: igual que en las relaciones humanas.


Como individuos, nos sentimos constitutivamente solos, pues sabemos que, en el fondo, lo estamos. Eso nos lleva a acercarnos a otros para sobrellevar nuestra experiencia de soledad, un acercamiento errado en su base, pues no buscamos la expresión y el contacto con el otro, sino la supresión de un dolor. Así, los demás son percibidos como medio, como antídoto, pero nunca como individuo y fin en sí mismos.


Los conceptos lo son todo para el pensamiento, sus matices pueden transformar vidas: por ello, debemos advertir que estar solo no implica estar aislado. Que en última instancia tengamos que afrontarlo todo de forma individual no significa que no podamos compartir nuestro camino con otros, que no podamos caminar juntos. La soledad no es una condena, sino la condición de posibilidad de todo contacto humano. Sin yo, no es posible el acercamiento a un tú.


Otro error que lastra el acercamiento a los demás se da cuando la falta de conocimiento de aquello que nos hace valiosos y únicos nos lleva buscar que se nos reconozca, que el otro vea en nosotros el valor que no somos capaces de encontrar. Esto hace que el posible rechazo repercuta en nuestro ser, en nuestro fuero interno, desolándonos. Desde esta perspectiva, no es de extrañar que estemos dispuestos a hacer lo que sea por lograr la aprobación ajena, por recibir su amor: incluso dejar de ser nosotros mismos, o peor aún, olvidar que un día dejamos de serlo.


Estar solo no impide estar bien acompañado: el aislamiento es una sensación, no una realidad. Nuestro valor jamás viene dado por el otro, ya que es algo que puede mostrarse con evidencia ante la conciencia una vez que dejamos de negarlo, de dudar de su existencia, de traficar con él en busca de afecto: un calor que no podrá reconfortarnos hasta que no aprendamos a avivarlo de forma independiente.


El autoconocimiento y la autoestima son ejercicios que nacen en nuestra interioridad. Colocarlos fuera, en cualquier ámbito que no seamos nosotros mismos, será causa de pérdida y sufrimiento.


Por suerte, siempre es posible volver a casa.


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